**Arrastrando sus pies por el húmedo piso del octavo templo, el Caballero se posó en un aposento robusto y de piedra. Como sintiendo lo que se aproximaba, apoyó un candelabro de tres velas sobre el suelo del templo. En ese rincón, se encontraba él. La permanente oscuridad del pétreo templo se complementaba con la de él, y difiere completamente del espíritu vivaz que hubo de mostrar alguna vez, hace ya más de diez años.
Con su boca de pocos anuncios, palabras salvajes llenas de soledad, y el cuello marcado de llevar tirando la carreta pesada del destino incierto, así, boyando como un pescado en el agua, vivió para seguir viviendo.
El Caballero replegó su casco y desplazó la luz hasta ubicarla cerca de una de las ventanas que perfilba su visión hacia las afueras del Santuario. El suelo era humedad, transpiración de sótano, el techo, la oscuridad, tan altos eran los muros que la luz de la vela apenas llegaba a iluminarlos.
De repente, una voz lejana inundó la escena y se posó en los oídos del Caballero con la intención de desembolsar un mensaje. El Caballero de ropaje pesado sonreía irónico, divisando con placer la tragedia de aquel despojo que ya parecía resignado a jamás recibir algún tipo de misericordia humana. Olvidado en el tiempo, ni la muerte se había acercado hasta su templo con mejores intenciones que la de exigirle resignación y paciencia.
El ocupante del lugar mantenía el silencio con el que estaba acostumbrado a convivir. Quizás temió que hasta su propia voz le sonara extraña. Pero expresó...**
- En mi comienzo está mi final -